La primera vez que escuché hablar de los tres dioses hindúes fue en el profesorado de yoga. Brahma, el creador. Vishnu, el preservador. Shiva, el destructor.
Me resultaba difícil entender cómo una figura asociada a la destrucción podía tener el mismo nivel de sacralidad que quienes representaban la creación y el sostenimiento. ¿Por qué destruir? ¿Qué sentido tenía incorporar esa fuerza al ciclo de la vida?
Con el tiempo, y a través de distintas experiencias personales y profesionales, comprendí algo fundamental: destruir no es lo opuesto a construir, sino parte del mismo ciclo. No hay posibilidad de transformación verdadera sin la capacidad de dejar caer lo que ya no vibra, lo que cumplió su ciclo, lo que limita el crecimiento.
Destruir, cuando nace desde la conciencia, es liberar espacio para que algo nuevo pueda emerger. Es un gesto de honestidad con uno mismo, con los vínculos, con los proyectos. Es una declaración de propósito: dejar de sostener por inercia, para volver a elegir desde la verdad.
Y esto no aplica solo en lo personal. En las organizaciones también vemos cómo la resistencia a destruir estructuras, procesos o estilos de liderazgo obsoletos puede frenar el desarrollo colectivo. A veces, los mayores avances vienen después de animarse a soltar.
En lugar de temerle, tal vez sea hora de revalorizar la destrucción como acto creativo. Como posibilidad de renacimiento. Como parte imprescindible de una cultura viva.
Crear. Sostener. Destruir. Volver a crear.
Ese es el ciclo. Como el del sol que se oculta para volver a salir.
¿Qué estás sosteniendo que necesita soltarse?
¿Qué formas o dinámicas merecen ser destruidas para que algo más humano, más eficiente o más auténtico pueda nacer?
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