Estoy atravesando un momento de muchas transiciones. Personales, amorosas, laborales… y también físicas. Cambios profundos que movilizan, conmueven y, sobre todo, invitan a mirar hacia adentro. En medio de tanta transformación, aparece una sensación clara: la libertad.
Libertad para elegir. Para habitar espacios nuevos —internos y externos— sin las viejas ataduras. Para preguntarme, con honestidad, qué quiero conservar, qué ya no necesito, y qué sentido tiene lo que me rodea.
La mudanza que estoy atravesando fue, en muchos sentidos, una metáfora del proceso interior. Decidí no comprar cosas nuevas, sino pedir prestado dentro de mi entorno más cercano. Empezar con lo que hay. Habitar primero y entender después. Dejar que el espacio me hable, que el tiempo revele lo que realmente necesito.
En esa elección, encontré una calma inesperada. Me enfrenté con decenas de objetos guardados durante años, sin uso ni valor real para mí, ocupando espacios de manera casi automática. ¿Por qué los tenía? ¿Para qué seguían ahí? ¿A qué me aferraba realmente?
Y ahí apareció con claridad una idea que hace años conocí en el camino del yoga: aparigraha. El arte de soltar. No solo el deseo de acumular o retener cosas, sino también el vínculo emocional con roles, rutinas, relaciones o estilos de vida que ya no están en sintonía con lo que soy hoy.
“El que practica aparigraha comprende lo que realmente necesita y suelta lo que no. Así, vive en armonía con lo que la vida le da.”
Hoy, más que nunca, busco ese equilibrio: ni la sobrecarga del exceso, ni la rigidez de la escasez impuesta. Solo lo justo. Lo que da sentido. Lo que suma y no pesa.
Volver a ser, para mí, es también volver a elegir. Es tomar pequeñas decisiones cotidianas que se acompasan con lo que siento. Reconectar con relaciones que nutren. Soltar objetos, vínculos y espacios que ya no tienen lugar en este presente.
Y en ese proceso, la naturaleza y el silencio volvieron a cobrar un valor inmenso. Son espacios donde siento paz. Donde algo en mí se aquieta. Donde aparece una luz —a veces tenue, otras intensa— que ilumina el camino. Y me recuerda el propósito: estar cada vez más cerca de mi centro, de mi verdad, de eso que me da sentido.
Me descubro, también, reconectando con nuevas sensaciones: calma, introspección, deseo de simpleza, busqueda de claridad sobre lo esencial. Observo el esfuerzo que me implica conseguir o sostener algo y me pregunto si vale la pena. Me reconozco en transformación, como un ser que cambia, que se adapta, que aprende mientras camina.
Cada crisis, cada mudanza —de casa, de rol, de etapa— trae consigo una oportunidad. ¿Qué puedo dejar atrás para caminar más liviano? ¿Qué me ata y qué me libera? ¿Qué decisiones me acercan más a mi propósito, a eso que quiero sembrar en el mundo?
Como en Siddhartha, el viaje no es una línea recta, sino una espiral que nos va llevando por distintas estaciones de aprendizaje. Y en cada una de ellas, algo se revela. Algo se enciende. Algo nos llama a seguir andando.